Enseñanza actual del latín
Elio Vélez Marquina
“Repetitio est mater studiorum.”
Proverbio
Ya el latín, lengua clásica por excelencia junto con el griego ático, ha quedado prácticamente reducido al ámbito de los estudios superiores. Desde fines del siglo XVIII hasta nuestros días es posible encontrar numerosas alusiones preñadas de escepticismo sobre su pertinencia. La gramática, por su parte, es aún su gran aliada, cuya visión de los fenómenos discursivos no puede ser más que cecuciente. Sin embargo, aquella latinidad tan criticada por unos es reclamada por otros que desean entender la cultura como un continuo histórico y no erróneamente como una serie de compartimentos estancos. Se suele decir que latín y griego son lenguas muertas, pero ¿no son, acaso, el italiano, español, francés, portugués, rumano, sardo, catalán y demás formas evolucionadas de aquella?
El aprendizaje del latín, en primer lugar, presupone la aceptación del texto como hecho histórico. Por tanto, el estudio de su gramática resulta imprescindible tanto para la posterior hermenéutica del mismo, como para su eventual producción. Sería ideal ciertamente que su enseñanza vaya de la mano con una consideración histórica de las lenguas modernas, pero la exposición que los jóvenes y profesionales en general tienen hoy respecto del inglés (lengua cuya variante británica acusa numerosos latinismos de índole léxica y sintáctica) puede representar ayuda y estímulo para que el estudiante verifique el amplio margen de influencia que dicha lengua sostuvo a lo largo de los siglos.
Por su parte, el latín, a diferencia de otras lenguas indoeuropeas consideradas clásicas como el griego o el sánscrito, debe combatir el lastre ideológico que la estima como lengua de elite. Es por eso que hoy su enseñanza debe despolitizarse para que se haga más evidente su trascendencia histórica. El latín jurídico, eclesiástico y científico no debe comprenderse como formas esotéricas discriminatorias, sino como variedades especializadas del latín a lo largo de su evolución. Dichos registros técnicos podrán ser alcanzados por aquellos usuarios que los necesiten como medio de acceso al estudio diacrónico sus disciplinas. Pero el latín clásico y el vulgar son todavía materia necesaria para la mejor comprensión de sus vástagos. Se debe combatir, en general, el pragmatismo académico imperante, puesto que reduce significativamente el ámbito de los estudios superiores a la simple producción de técnicos. La universidad, institución que tuvo al latín como lengua materna, debe hacer las veces de un pharus scientiarum, es decir, de un faro que señale y distinga la fenomenología contemporánea con saberes que acumulen y actualicen la tradición humanista. Muchas veces, el desconocimiento de la tradición promueve la desorden disfrazado de innovación o rápida creatividad.
Ciertamente una de las ventajas más llamativas y predecibles de la pertinencia del latín en los currículos académicos consiste en afirmar que al ser la lengua madre de muchas otras lenguas, su cabal estudio asegura el aprendizaje de los vástagos. En efecto, las llamadas lenguas romances o neolatinas (cuya definición, valga la precisión, no es tarea fácil) son en realidad formas avanzadas del latín o, más precisamente, de los latines a lo largo de la historia. Así el estudio de su gramática facilita, sobre todo en lo que respecto al léxico, el análisis etimológico de muchas voces modernas, al mismo tiempo que abre una perspectiva comparatista que podrá ser de gran ayuda para el aspirante a polígloto. Sin embargo, el aprendizaje actual del latín debería también asumirse como un instrumento de recuperación de la herencia románica. ¿Cómo es posible sugerir la unidad latinoamericana de nuestro continente si pocos son los que comprenden la pertinencia del prefijo latino- en dicho nombre? Debemos asumir nuestro pasado para que de una vez por todas opere en el plano subjetivo una reapropiación del pasado latino que llegó tamizado y fusionado a través de los idiomas y de las instituciones políticas durante los siglos XVI, XVII y XVIII.
Negar la importancia que el latín tuvo para la formación de las diversas clases dirigentes, sean políticas o académicas, andinas o hispánicas, es sin duda contraproducente.
Una sociedad como la peruana, inscrita en un contexto latinoamericano donde prima la influencia del español y menor grado el portugués, no puede vivir de espaldas a su pasado colonial. Negar la importancia que el latín tuvo para la formación de las diversas clases dirigentes, sean políticas o académicas, andinas o hispánicas, es sin duda contraproducente. En última instancia, el latín fue todavía para el siglo XVII un vehículo mediante el cual la población criolla y mestiza pudo dialogar en igualdad de jerarquía con los círculos más influyentes de la Metrópolis imperial. Del mismo modo que se busca ahora enaltecer el estudio de las lenguas americanas, no se debe abandonar la tarea del estudio de un saber que nos vincula con instituciones milenarias, sea en el plano político o religioso.
Así, en un hipotético contexto desideologizado de la enseñanza del latín, la revisión y el estudio de los textos clásicos cobrará utilidad suma para un número mayor de saberes. Sin ser potestad exclusiva de los humanistas, los textos políticos o filosóficos de Cicerón debieran estar al alcance de jóvenes economistas, sociólogos, antropólogos o politólogos, del mismo modo que los tratados de retórica y elocuencia pudieran servir de modelos prestigiosos para la disertación científica. Textos filosóficos, jurídicos, científicos y políticos de la antigüedad clásica o medieval no estarían más reducidos al escritorio del especialistas, sino que formarían parte natural del compendio propio de la tradición grecolatina que se extendió, mal que bien, mediante diversas instituciones políticas y teológicas. El conocimiento de la lengua, valga la redundancia, permitiría al estudiante acudir al texto sin intermediarios (donde mayormente radican los prejuicios ideológicos) para que este se forme una opinión auténtica y decida, finalmente, si acepta o no la dación de esa herencia.
El vocablo tradición volvería a establecer un matrimonio saludable con su par modernidad. El primero presupone, en su etimología, la acción de “transmitir algo” (transdatio), así como el segundo recoge el interés por lo reciente (modernitas o modernus resumían los hechos actuales), pero no guardan oposición alguna de carácter fundamental. Ni la tradición (lo que se da) asume a priori lo mejor para ser dado, así como lo actual tampoco se pretende ni mejor ni peor respecto del pasado. Ambos términos, no obstante, sí reflejan nuestra posición histórica como sujetos y, por tanto, hacen patente la imperiosa necesidad de asumirnos como tales. Hay algo que nuestra lengua nos ofrece al margen de sustantivos, adjetivos y verbos; algo que se percibe aun con más nitidez en el latín. Se trata, sin duda, del tesoro textual de nuestros antepasados. Porque los textos, al fin y al cabo, están para motivar la inteligencia de nuevos saberes mediante su actualización y no su cancelación. La cantidad de textos latinos no será infinita, pero sí valiosa. Ha estado en los anaqueles de preciosas bibliotecas; hoy nos aguarda retadora y estimulante en Internet. Solo hace falta la clavis universalis, que en este caso no es otra cosa que la primera lección de un curso de latín.